La hipocresía de los criollos

Tel Aviv, IL

Acabo de entender que lo que he sentido estas últimas tres semanas, en gran parte, ha sido decepción. De mis amigos y cercanos a mi familia, del presidente por el cual tuve el honor de votar, de mis compañeros de lucha, que siempre se jactaron de ser moralmente superiores a sus adversarios políticos, respecto a la injusticia, el extremismo y la barbarie. Yo les creí, y con justas razones.

Compartimos un relato — político y de vida — frente a todas las atrocidades, a partir de la repulsión que nos generaron los crímenes ocurridos en la dictadura. Fue nuestra gente, fueron nuestros padres, sus amigos y vecinos, nuestros tíos exiliados en Escandinavia y México y las personas que ya no están con nosotros (o los que todavía no encontramos), quienes sufrieron el discurso de odio, la censura política, la tortura en los cuerpos y la ejecución arbitraria.

En definitiva, la irreparable pérdida.

Con todo aquello, a pesar de los 17 años de yugo, nuestros padres se tomaron de las manos para decir 'Nunca más'. Se encargaron de criarnos en hogares donde la empatía, el respeto y la defensa por el otro, aunque distinto a mi, se consideraron valores sagrados. Vivir de otra manera — ellos ya sabían — era demasiado peligroso.

Hoy, las cosas son un poco distintas. Pareciera ser que los ideales por los que vivimos, y por los que muchos murieron, no son incondicionales. Están sujetos a evaluación, y ponerlos en práctica depende de quiénes son los que tenemos enfrente. Ya no se conjugan de la misma manera en la que los concebimos. Para nosotros los judíos, eso quedó demostrado el 7 de octubre de 2023 en Israel, y en las semanas siguientes en distintas partes del mundo.

Hay algunas víctimas que bajo nuestro juicio — piensan ustedes — no califican ser legitimadas como tales, ni lloradas como tales, ni sus verdugos denunciados como los verdugos de nuestros muertos en dictadura. Eso, queridos amigos, fue la evidencia que dejó su silencio. Y hay algunos cuya viciada espera por el contraataque a la masacre del 7/10 resultó, en el mejor de los casos, en una sopesada denuncia (si se le puede llamar así), y en el peor, en un respaldo devoto, digno de los cruzados, a la legitimidad de la barbarie islamista, presentada sin ningún pudor como resistencia palestina y a la inevitabilidad de sus consecuencias.

La denuncia selectiva, amigos, no es denuncia. Es autocomplacencia. No tomaron una postura ética, sino estética. Y hay una parte de mi que los entiende, genuinamente. ¡Qué poco conveniente ponerse a defender o llorar a los judíos! El costo de exponerse a las repercusiones que eso les puede generar, mejor quedarse callados. Total, no nos vamos a cancelar entre nosotros por el hecho de haber guardado silencio. Sale más a cuenta fingir demencia.

Pero yo no creo que defender a los indefendibles salga tan caro. Nadie les pidió poner el pecho a las balas por nosotros. Ese lugar, lamentablemente, ya lo tenemos ocupado. Lo único que ingenuamente estábamos esperando era un mínimo de compasión. Cuando se trata de nosotros, los judíos, parece que se necesita demasiado coraje. Ese que alguna vez tuvieron nuestros padres y abuelos.

Es triste esta soledad que estamos viviendo, que no quieren comprender y por la cual han demostrado no tener la voluntad para hacerlo. En este lugar, en la izquierda, no hay espacio para ustedes, nos dicen. Y los responsables — continúan — de lo ocurrido el 7 de octubre son ustedes mismos. El proyecto colonialista ilegítimo en el que se embarcaron no puede sino tener graves consecuencias.

Pero liberar Palestina no es posible a expensas de la negación del derecho del pueblo judío a la tierra de Israel y de la perversa masacre, a manos de terroristas islámicos, de la que fuimos testigos, así como la legítima defensa del Estado judío no es una razón suficiente para castigar colectivamente y condenar de manera indefinida a los gazatíes a una vida sin dignidad. Este no es ni debería ser un juego de suma cero. Pequé de ingenuo al pensar que esta idea hacía parte del sentido común del imaginario progresista.

Y mientras ustedes — preparados, agudos, mordaces — se siguen adulando unos a otros los bonitos diplomas que obtuvieron en esas grandes universidades europeas, nosotros seguiremos escuchando el eco que dejó su silencio cuando las turbas nos vociferaron gritos de exterminación y marcaron las casas y negocios de judíos en las calles de vuestras ciudades, en pleno siglo XXI. El reproche al antisemitismo no genera consenso.

De acuerdo, camaradas. Cerramos filas frente a ustedes y nos despedimos en una marcha silenciosa. Solo esperamos que, desde su torre de alardeo moral, no olviden nunca cómo lloraron a sus compañeros franceses, colonizadores de todo el norte de África y más allá, cuando ocurrieron los ataques en el Bataclán, o a la revista Charlie Hebdo, ambos perpetrados en París el 2015.

Tampoco queremos que olviden cómo lloraron a sus camaradas españoles, dueños usurpadores del nuevo mundo por casi 500 años, por los atentados en la estación de Atocha, en Madrid el año 2004. O a los 77 jóvenes socialistas noruegos, nuestros jóvenes, en la masacre de Utøya el 2011. Nosotros estuvimos ahí, siempre, con ustedes.

Nunca se olviden, mis queridos criollos, que la torre desde la que predican, se sostiene sobre una tierra empapada de sangre indígena. Que todo lo que nos recriminan a nosotros podrían partir por recriminárselo a ustedes mismos. Que sus vacaciones en sus casas a orillas del Panguipulli o en sus campos de cerezos en la región del Maule son el resultado de la expropiación y la limpieza étnica.

Son ciudadanos, amigos míos, de un estado que impuso una lengua y costumbres europeas y le arrebataron a las naciones americanas la posibilidad de existir y prosperar, con métodos tan obscenos como los usados por los nazis. Qué aliviados deben sentirse de la prescripción de aquellos delitos. Pero la culpa subyacente perdura, y nosotros no vamos a volver a ser crucificados para la expiación de sus pecados.

Desde el suelo de nuestras comunidades mutiladas en el Neguev, los miramos en lo alto y lejos y nos damos media vuelta, hastiados de su ego prepotente, su silencio cómplice y su frívola hipocresía.